jueves, 25 de marzo de 2010

“La broma infinita”; David Foster Wallace (1)

Frederick Tubb estaba en la bañera, sosteniendo con cuidado el libro por encima del agua con ambas manos. Un ejemplar en préstamo de la biblioteca, estaba enfundado en plástico y por tanto mejor protegido de sus dedos mojados de lo que habían estado otros libros en situación similar, pero era un volumen pesado y había pensado en dejarlo caer en la bañera, donde no sólo se empaparía y se echaría a perder, sino que se toparía rápidamente con la flotante mole blanca de su torso. Era una novela: “La broma infinita”, de David Foster Wallace. Llevaba leídas unas cien páginas y aún no sabía qué pensar. Habían cosas que lo hacían reír, pero por lo visto no conseguía seguirle el hilo a la premisa principal o a la trama (¿había acaso una premisa o una trama?).

(...)

...había oído hablar mucho de esa novela, primero a los colegas de Oswego, a los que no tenía particular respeto, pero luego a gente en la red, y en particular a esa tertulia sobre libros a la que más o menos se había sumado. Ya no estaban leyendo “La broma infinita”; la habían leído el otoño anterior, mientras él perdía el tiempo con la microeconomía junto a otros doscientos primos de primer curso, o trataba de permanecer despierto en la clase de redacción del profesor Holden llena de imbéciles que parloteaban. Pero unos cuantos miembros del debate en internet no dejaban de referirse a él, como si fuera la Biblia o algo así. Una definición del “Zeitgeist”, había escrito una persona, una participante particularmente vivaz por la que Bootie sentía un flechazo virtual.


Los hijos del emperador; Claire Messud.

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