viernes, 27 de mayo de 2011

"El árbol de la ciencia" de Pío Baroja.


Anoche empecé a leer, por segunda vez, “El árbol de la ciencia”, de ¿hace falta decirlo?, Pío Baroja.

La primera vez que leí esta novela fue por obligación. Me o nos la mandaron en clase. Yo sabía quién era Baroja: un viejo con txapela. Cómo me iba a gustar a mí algo que hubiera escrito un viejo con txapela, si yo era un chaval y a mí lo que me gustaban eran las fiestas y las chicas (da igual el orden). No era muy buen estudiante, en esa época no. Pero no tan malo, leí el libro cuando podía haberle pedido a algún compañero que me contará de qué iba.

Ah, el viejo Baroja, cómo me gustó esa novela leída por obligación. Es en la adolescencia cuando uno cree estar descubriendo el mundo y, joder, descubrir a Baroja fue algo increíble. Para nada me esperaba una novela así. Una novela que me llegó muchísimo.

Esta novela me acompañó muchos años en la memoria. Unos cinco o seis años después, un amigo se fue a Pamplona a estudiar la carrera de medicina y, cuando los viernes o los sábados por las noches nos hablaba a los amigos de lo que hacían con los muertos, yo, al oírle, recordaba esa sala de disección de Baroja que siempre imaginé, no sé porqué, con una luz gris.

(En la novela de Baroja, los estudiantes se gastan bromas con los cadáveres. Uno, por ejemplo, coge un brazo y saluda a un compañero con el brazo muerto en lugar de con el suyo. Este amigo mío, también nos contaban las bromas que, más de cien años después, se gastaban los estudiantes en su universidad, con los muertos. Cómo, las mujeres, tenían la vagina tapada con cera para que no fueran los estudiantes graciosetes a meterles el dedo).

El chaval que era entonces y el “chaval” que soy ahora no son el mismo, pero no hay muchas diferencias entre los dos, sin embargo. Hay un montón de lecturas entre uno y otro, un puñado de experiencias, algo de aprendizaje, pero poca cosa más.

El chaval que en la adolescencia disfrutó leyendo “El árbol de la ciencia” vuelve a leerlo un montón (un montón es un decir) de años después y descubre que vuelve a disfrutar de la lectura.

Pero ahora también ve que, esta vez, lo está disfrutando más. Porque tiene más lecturas y aprecia detalles que aquella primera vez seguro no vio.

Ya entonces subrayaba los libros. Mi ejemplar de “El árbol de la ciencia” hasta ayer apenas estaba subrayado.

Las pocas cosas que subrayé entonces no las subrayaría ahora.

El montón de frases que estoy subrayando ahora..., ¿cómo no las subrayé en aquella primera lectura?

“El árbol de la ciencia” se publicó en 1911, hace ahora la cifra redonda de cien años. Ha sido casualidad que lo volviera a leer, este año y no el anterior o el que viene. De hecho, ayer dudaba entre volver a leer la historia de Andrés Hurtado o volver a leer las “Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Parados”.

Cien años..., y muchas cosas de las que leo en “El árbol de la ciencia” las reconozco ahora, en este presente que vivimos.

(En realidad más de cien años, pues aunque publicada a principios de la segunda década del siglo XX, la novela se desarrolla entre 1887 y 1896, más o menos, si nos atenemos a la propia experiencia de Baroja).

Que las novelas picarescas del Siglo de Oro no se escribieron porque les diera la gana a los autores, sino porque España era un país de pícaros y el autor, quiera o no, consciente o inconscientemente, de alguna manera siempre acaba representando en sus obras la sociedad en la que vive.

España ha sido, es y será, un país de pícaros.

Muchos pícaros hay en las novelas de Baroja, como esos estudiantes de los que hablaba antes.

Y el famoso “vuelva usted mañana”, de Larra, cuántas veces lo habremos oído...

"Borges autoirónico (2)"


Leo en la "Introducción" que hace Dionisio Cañas a la antología "Volver", de Jaime Gil de Biedma, lo siguiente:

Todo lo antes dicho se debe entender teniendo en mente el que el personaje irónico se siente superior a lo ironizado, aunque sea autoironía.

viernes, 20 de mayo de 2011

"Borges autoirónico"

Estos días estoy leyendo "La memoria de Shakespeare", un librito con los cuatro últimos cuentos que escribió Borges antes de morir.

Intuyo que este libro es póstumo, cuándo lo publicaron por primera vez, no lo sé (y no lo he mirado, evidentemente). Me suena haber leído en alguna parte que alguno de los cuatro cuentos sí fue publicado en vida de Borges, pero no en libro, si no en alguna revista literaria.

El primero de los cuentos se titula "Veinticinco de agosto, 1983", y reescribe, ¿remenda?, de alguna manera aquel cuento en el que un Borges joven se encontraba con un Borges viejo. Este cuento se titulaba "El otro" y está incluido en "El libro de arena". Creo que, junto a "Funes el memorioso" y "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", es uno de mis cuentos borgeanos favoritos.

Allí, en "El otro", aparecía la genial ironía de Borges. Siempre me gustó este fragmento:

Nuestra situación era única, y francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas.

Sí, siempre que leo estas frases una sonrisa se dibuja en mis labios: un encuentro tan extraordinario como este, el hombre joven conoce al viejo que será, y..., hablan de libros.

En "Veinticinco de agosto, 1983", los dos Borges que aparecen son ya dos Borges mayores. Uno ya viejo, cercano a la muerte; el otro, todavía con tiempo por vivir, "ayer cumplí sesenta y un años", dice, pero ya, de algún modo, lo intuimos cansado.

El Borges que escribe este cuento no es el Borges de sesenta y un años. Es el Borges octogenario, completamente ciego (recuerdo una de las entrevistas que se le hicieron en el programa de TVE "A fondo", Borges decía algo así (cito de memoria): esta noche soñé que me moría y sentía, en el sueño, una gran sensación de alivio, pues si me moría no tendría que venir acá.

El mismo Borges que escribe, en este cuento:

-Escribirás el libro con el que hemos soñado tanto tiempo. Hacia 1979 comprenderás que tu supuesta obra no es otra cosa que una serie de borradores...

Unas líneas más adelante:

-Y al final comprendiste que habías fracasado.

-Algo peor. Comprendí que era una obra maestra en el sentido más abrumador de la palabra. Mis buenas intenciones no habían pasado de las primeras páginas; en las otras estaban los laberintos, los cuchillos, el hombre que se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, el tigre de las noches, Juan Muraña ciego y fatal, la voz de Macedonio, la nave hecha con las uñas de los muertos, el inglés antiguo repetido en las tardes.

(La negrita es mía).

Dentro de unas semanas se cumplirán 25 años de su muerte. Pocos atractivos tiene Suiza, aparte de la nieve y las montañas, los huesos de un ciego bajo un puñado de césped. Creo que los balnearios también están bien, pero no sé porqué me da que me aburriría mucho en cualquiera de ellos.


jueves, 19 de mayo de 2011

"Philip Roth premiado"

No, no estoy dando la noticia porque ya ayer la dieron un montón de medios, y otro montón de blogs. Bueno, para quien no se haya enterado: a Philip Roth le han dado el Premio Man Booker Internacional.

Me alegra, pero también pienso que me da un poco igual. A Roth (todavía) no le han dado el Nobel, pero me la repanflinfa (no sé si a él también). Philip Roth es uno de los mejores novelistas vivos, si no el mejor.

Pero siendo sincero, leyendo la noticia que dejo abajo en el enlace, lo que he sentido no ha sido rabia, ni indignación. No, no, nada de eso. Lo que he sentido ha sido regocijo. Que Roth "moleste" a este tipo de personas (pedorras) me encanta.

lunes, 16 de mayo de 2011

Prólogo de Roberto Arlt a su novela "Los lanzallamas"


Con “Los lanzallamas” finaliza la novela de “Los siete locos”.

Estoy contento de haber tenido la voluntad de tra­bajar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Es­cribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.

Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedi­miento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.

Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, cons­tituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuan­do se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.

Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias.

Para hacer estilo son necesarias comodidades, ren­tas, vida holgada. Pero, por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente proce­dimiento para singularizarse en los salones de sociedad.

Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se des­morona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.

Variando, otras personas se escandalizan de la bru­talidad con que expreso ciertas situaciones perfecta­mente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de “Ulises”: un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.

Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.

En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.

De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:

“El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realis­mo de pésimo gusto, etc., etc.”

No, no y no.

Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino es­cribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un “cross” a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y “que los eunucos bufen”.

El porvenir es triunfalmente nuestro. Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la “Underwood”, que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero… mientras escribo estas líneas, pienso en mi próxima novela. Se titulará “El amor brujo” y aparecerá en agosto del año 1932.

Y que el futuro diga.