viernes, 26 de febrero de 2010

"Ficción y realidad (ejercitar la mano)"


La idea surgió leyendo un libro de una escritora estadounidense de cuyo nombre me acuerdo, pero no voy a decir. Era el segundo libro que leía de aquella autora y era igual que el primero. Se trataba de coger un folio y un bolígrafo y ponerme a escribir. Sin pensar mucho en lo que hacía. En perder el miedo. A menudo la gente olvida que escribir es un acto físico, había leído en el libro.

Hacía tiempo que no escribía a mano. Utilizaba el ordenador, me parecía más cómodo; es más fácil corregir lo escrito, darle vueltas a una frase, pero me daba cuenta de que cuando escribía en el ordenador no lo hacía concentrado. Tenía abierto el word y al mismo tiempo varias pestañas del navegador de internet. No me concentraba.

Así no se puede escribir.

Fui a la cocina y llené un vaso de agua del grifo. Lo llevé a la sala. Saqué un folio del cajón de arriba y lo coloqué encima de un periódico, para que me hiciera de almohadilla. Dejé un boli bic al lado. Me senté en el sofá y fumé un cigarrillo. Era por la tarde, una hora después de comer. Hacía sol y el sol no me gustaba. Me ponía triste.

Cuando terminé el cigarrillo, cerré las puertas del balcón, me senté en el escritorio y me puse a escribir. En cinco minutos había rellenado una cara y media. El día anterior había estado pensando en una historia: un aprendiz de escritor que quería encontrar un maestro, un escritor mayor que le enseñara cómo escribir.

Que le diera ánimos.

Me di cuenta de que aquella tarde no me apetecía contar esa historia. Quizá otro día. Quizá nunca.

Terminé el primer folio. Puse un punto y aparte y saqué otro del cajón.

Llevaba diez minutos escribiendo. Me sentía a gusto. Unas horas antes, por la mañana, había sopesado la idea de ir a alguna papelería a comprar un cuaderno de rayas, de tapas duras. Tenía que ser de rayas, en la papelería de mi barrio sólo tenían cuadriculados, pero esos no me gustan. Tenía que ser de tapas duras porque así podría escribir tumbado en el sofá, sin necesitar un soporte donde apoyarme. Había escrito dos caras y media y no sabía muy bien cómo continuar. Calculé que llevaría unos quince minutos. Quería terminar pero no sabía cómo hacerlo. Me dije que tenía que seguir, al menos cinco minuto más.

Al día siguiente me tocaba trabajar. Después de rellenar los dos o tres folios que me había propuesto, pasaría lo escrito al ordenador, al word. Luego, sacaría una foto con la cámara digital de la mesa donde había estado escribiendo, con los folios en los que lo había hecho. La colgaría en mi blog, junto con el texto de los folios, ya pasado a un archivo digital. Más tarde merendaría, un bocadillo de queso y un yogur. Me fumaría un cigarrillo y después, sólo después del cigarrillo, me tomaría un vaso de café frío, en solo dos tragos. Me sentaría en mi cuarto, frente al ordenador, a navegar por internet. A eso de las seis y media prepararía la mochila con las cosas del trabajo para el día siguiente. Me daría una ducha. Me pondría un chándal. Cenaría lo mismo que todas las noches. Me sentaría en el sofá de la sala y me pondría a leer el libro que aquel día me tenía ocupado: “Viaje con Clara por Alemania”, de Fernando Aramburu. Leería unas dos horas, dos horas y media. Luego me pondría el pijama, me metería en la cama. Cerraría los ojos.

Esperaría el sueño.

Había llenado cuatro caras. Tenía ganas de pasar al ordenador lo que había escrito. Si no lo hacía pronto quizá no lo haría. Me daría pereza. Sabía que lo que había escrito no era gran cosa pero me daba igual. Como había escrito unos veinticinco minutos antes, la idea era escribir, ejercitar los músculos, por así decirlo.

Escribir cualquier cosa, sin preocuparme de si era bueno, malo o regular. Llevaba cuatro caras y media y sabía que no había terminado. Todavía no veía el final, pero me sentía satisfecho con lo que había escrito.

El caso es que había escrito, algo, y eso era lo importante.

Ahora tocaba pasarlo al ordenador. Colgarlo en el blog. Esperar algún comentario.

Puse el punto final.

jueves, 25 de febrero de 2010

¡¡¡McFly!!!




Regreso al futuro, cualquiera de sus tres partes, es la película que más veces he visto en mi vida. No lo he hecho a propósito, simplemente ha sucedido (sucede) así. Siempre que la echan en la tele y coincide que estoy tumbado en el sofá, la acabo viendo. Nunca me canso de hacerlo. Me conozco la historia de memoria, pero me sigue divirtiendo.

Cuando tenía once años mi padre nos regaló nuestro primer vídeo por Reyes. Al día siguiente mi madre, mi hermana y yo, fuimos a hacernos socios del videoclub del barrio y alquilar nuestra primera película. Yo quería coger E.T., el extraterrestre, porque había leído el libro (el libro era de mi hermana, se lo había regalado mi primo, aunque ella nunca llegó a leerlo) y me moría de ganas por ver cómo era lo que yo había imaginado. No me da ningún pudor decir que leí E.T., el extraterrestre un montonazo de veces. Algunos presumen de haber leído, en su niñez, La isla del tesoro, Kim, o cualquier otro clásico, pero en mi casa es lo que había. Yo no leí a Stevenson hasta unos años después, ya mayorcito.

A lo que iba: yo quería que mi primera película en nuestro nuevo vídeo fuera E.T., pero mi hermana dijo que ella quería ver Regreso al futuro, y fue ella la que finalmente decidió (al día siguiente sí que cogimos E.T.). Aquella noche vimos Regreso al futuro dos veces. Primero, antes de cenar, mi madre, mi hermana y yo. Y después, otra vez, ahora con mi padre.

Algún tiempo después fui al cine con un amigo de clase a ver la segunda parte (qué lejano y maravilloso parecía aquel 2015). Flipé con los patinetes voladores (todavía no se han inventado, desde luego yo no sé qué hacen estos científicos...). Yo quería unas zapatillas Nike como aquellas, que tenían luces y se ataban solas (mi sobrino tiene unas zapatillas que al andar se encienden, están muy logradas, la verdad, aunque no se aten solas; algo sí han hecho los científicos...).

La tercera parte no recuerdo si la vi en cine o ya directamente en vídeo. Creo que es la que menos me gusta, no por nada, sino porque es la última y eso, perogrullada, quiere decir que no hay más.

Que ya no habrá más viajes en el tiempo.



miércoles, 24 de febrero de 2010

¡No me la pienso perder!

Cuando leí La caída del Museo Británico, me dije que tenía que leerme todo lo que encontrara de David Lodge. Así empecé (continué) con El mundo es un pañuelo (que leí antes de Intercambios, que era la primera parte), y luego seguí con uno de los mejores (y más amenos) ensayos literarios que se han escrito: el imprescindible El arte de la ficción.
Lo último que he leído de este simpático escritor inglés ha sido ¡El autor, el autor!, una suerte de retrato novelado de Henry James.
Creo que de los libros de Lodge, el que menos me gustó fue Terapia. Ahora, en unos días, el próximo 11 de marzo, saldrá a la venta La vida en sordina.

A Lodge le suelen echar en cara que siempre escribe las mismas novelas, protagonizadas por escritores, académicos universitarios. Pero es que, a los que nos gusta Lodge, nos gusta precisamente por eso.

Por sus protagonistas.

Por sus historias de líos y faldas.

Por su humor.

Cuando la universidad fusionó el departamento de lingüística con el de inglés, el profesor Desmond Bates se acogió a la jubilación anticipada, pero no la disfruta. Añora la rutina fecunda del año académico y ha perdido el interés por la investigación. El tardío éxito profesional de su mujer, Winifred, cobra cada vez mayor pujanza y reduce al marido al papel de acompañante y amo de casa, al mismo tiempo que el aspecto rejuvenecido de la cónyuge torna más incómoda la conciencia de la edad que les separa. Solo interrumpen la monotonía de la vida cotidiana de Desmond los fatigosos viajes a Londres para comprobar el estado de su padre, un anciano de ochenta y nueve años, antiguo músico de una orquesta de baile, que tercamente se niega a mudarse de la casa que evidentemente no le ofrece condiciones de seguridad.
Pero estos descontentos no son nada comparados con la congoja de la pérdida auditiva, que es una fuente constante de fricción doméstica y de dificultad social. El profesor observa que en la imaginación popular, la ceguera es trágica y la sordera es por el contrario cómica, aunque para el sordo no sea plato de gusto. Por culpa de su sordera, Desmond Bates se ve enredado sin darse cuenta en las redes de una joven cuya conducta caprichosa e imprevisible amenaza con desestabilizar completamente su vida de jubilado. Alternativamente divertida y conmovedora, La vida en sordina es un brillante relato de los esfuerzos de un hombre por asumir la sordera y la muerte, la vejez y la mortalidad, la comedia y la tragedia de la existencia humana.

Fuente: Casa del Libro.

jueves, 18 de febrero de 2010

"Alberto Atroz"; un cuento

Hubo un tiempo en que Alberto Atroz no sólo no era un esperpento inmóvil, sino que llegó a ser un prometedor estudiante con un futuro envidiable, una vida social más o menos buena, e incluso, un físico atractivo. Sí, Alberto Atroz fue, hace mucho tiempo, guapo. Casi deslumbrante. Tuvo muchas novias, hace mucho tiempo. Se acordaba de todas ellas y veía a alguna de vez en cuando por la calle, aunque ellas no le reconocían a él: eso sería imposible, tanto había cambiado con el paso del tiempo.

No hace mucho se cruzó con Carolina, la que fue la primera, allá por los tiernos catorce años.

Una tarde de domingo la llevó al cine. Habían quedado en la estación del topo, en el barrio de Amara Viejo. Fue a recogerla. Se dieron dos besos en las mejillas, a pesar de que ya el primer día que se conocieron se habían comido los morros. Carolina era rubia, culona, y con los ojos verdes. Bueno, verdes o marrones, qué más da. Vivía en Rentería o en Irún, o en Tolosa. O tal vez fuera en Lasarte; Atroz no lo recordaba, probablemente tampoco lo supo nunca. La conoció en una discoteca que estaba en la zona deportiva de Anoeta, cerca del velódromo, donde años después se construiría el estadio de Anoeta, donde juega la Real Sociedad sus partidos. La discoteca abría los sábados por la tarde, de seis a diez, y no vendían bebidas alcohólicas, sólo refrescos y batidos, lo que no impedía que las pandillas de chavales de 14, 15 y 16 años, se juntaran en los alrededores a beber todo el alcohol que habían comprado en las tiendas cercanas sin ninguna dificultad. Entonces no se le llamaba botellón, le decían hacer litros, aunque los vecinos se quejaran igual, lo mismo entonces que ahora.

El pinchadiscos de KU-3, que así se llamaba la discoteca, ponía música de la conocida como bailable o marchosa de seis a nueve. Entonces, a las nueve, llegaban las lentas. Las chicas se quedaban en grupos alrededor de la pista, esperando, mientras los chicos iniciaban el ritual de primero, encontrar la presa; segundo, dirigirse a ella, y tercero, cortejarla. Esto venía a ser más o menos así:

-¿Bailas? (Ni hola ni hostias, para qué).

Respuesta afirmativa:

El chico y la chica entran en la pista, ella le pone las manos en los hombros y él en la cintura, o en la espalda. Mueven los pies, pasitos cortos, tan cortos que parece que no se mueven. La primera barrera se ha pasado, ahora llega la segunda. Hay que hablar, es decir, hay que hacer preguntas (siempre le toca al chico):

-¿Cómo te llamas?

-Carolina.

-¿De dónde eres?

-De no sé dónde.

-¿A qué cole vas?

-Al tuyo no.

-¿Vienes mucho por aquí?

-A veces.

-¿Quieres enrollarte conmigo?

-No sé, igual.

-¿Y si te doy un beso?

-Prueba.

En el caso, bastante frecuente, de que la chica responda negativamente, el chico hace lo siguiente:

1-Fingir que le da igual.

2-Darse la vuelta (mientras la está llamando de todo, de puta para arriba aunque, precisa y tristemente para él, de puta tenga poco.

3-Buscar otra pieza.

4-Preguntar: ¿bailas?

5.-Hacer lo descrito anteriormente en el caso de respuesta afirmativa, o, en caso de respuesta negativa: repetir los 4 pasos anteriores.

LAS VECES QUE HAGA FALTA.

La llevó al cine, como decía, a la primera sesión de la tarde de E.T. El extraterrestre, la película de la que entonces, finales de 1982, todo el mundo hablaba. Se sentaron al final de la sala, y en cuanto las luces se apagaron empezaron a besarse. Veían la peli, pero de vez en cuando volvían a comerse los mocos. Carolina se dejaba hacer, Atroz le puso la mano en los hombros, después la fue bajando hacia la cintura, hasta llegar al culo, donde la dejó. Entonces quiso tocarle las tetas, y se las tocó. Carolina se dejaba hacer de todo, o eso creía Alberto, hasta que intentó meterle la mano por debajo del pantalón, por delante, pero ahora Carolina cerró las piernas con tal fuerza que de haber conseguido introducir la mano Atroz se habría quedado sin ella. No obstante, Alberto no se desanimó y volvió a probar.

-Déjame –imploró en un susurro.

-No –dijo ella, agarrándole la mano y dirigiéndola a sus pechos.

-Déjame...

-Que no.

-Por favor, Carolina.

-Que no te digo, no seas pesado.

A Atroz no le quedó más remedio que darse por vencido, al menos por el momento, se dijo. Siguió tocando la teta izquierda de Carolina con su mano derecha mientras continuó viendo la película. Se había perdido varias escenas y no tenía idea de qué es lo que estaba pasando en esos momentos en la pantalla. El extraterrestre, E.T., estaba blandiendo su dedo índice, señalando hacia el cielo. Alberto no pudo dejar de excitarse ante semejante imagen. Ya no podía más, volvió a la carga.

-Que te estés quieto, te digo.

Pero Alberto hizo como que no había oído la orden de Carolina. Logró ahora introducir la punta del dedo corazón por debajo de los botones del vaquero. Percibió la suavidad de las bragas y, también, la aspereza del vello. Sintió que estaba tocando el cielo. Un largo ohhhhh se estaba abriendo paso en su mente. El coño, el rico coño, aquí está, se decía.

Entonces Carolina le agarró de la muñeca y con una fuerza inesperada le sacó la mano de dentro del pantalón. Adiós al coño.

-Te voy a dar una torta al final.

Se tendría que conformar con tocarle las tetas. Por encima del jersey. En cualquier otro momento Alberto se hubiera sentido más que satisfecho con semejante concesión, pero hoy estaba sumamente alterado, cachondo como cuando, a los doce años, vio la primera fotografía de una mujer desnuda en una revista que un compañero de clase había robado de uno de los quioscos de la avenida de la Libertad.

-Voy un momento al baño –le dijo a Carolina.

-Vale.

Tanto le costó llegar que cuando hubo terminado de mear sobre los bordes de la tapa que no había levantado, se dijo que no sería capaz de volver a encontrar los asientos donde él y Carolina se habían acomodado, así que encogiéndose de hombros optó por salir a la calle. Una vez fuera del cine no le apeteció sentarse en un banco a esperar a que terminara la película y saliera Carolina, hacía un frío terrible. Se volvió a encoger de hombros y empezó a andar, dirigiéndose a su casa.

Y entonces, casi treinta años después, la volvió a ver.

lunes, 8 de febrero de 2010

De primeriza nada ("El Tercer Reich")

Leyendo en la cama

Después de dos días trabajando doce horas seguidas (sin ni siquiera quince minutos de descanso para comer), consigo terminar El Tercer Reich. Estoy cansado, me duelen las piernas y los brazos, y no tengo (no me creo capaz) ganas de escribir.

Cuando se anunció que había aparecido una novela inédita de Roberto Bolaño, el comentario general fue que si Bolaño no la había querido publicar en vida, sería por algo. Saltaron los chismorreos: van a publicar cualquier cosa que encuentren, incluso la lista de la compra, todo por la pasta. Esa novela no puede ser buena, decían algunos, si no, Bolaño le habría hablado de ella a quien designó como su albacea literario, Ignacio Echevarría. Yo no la pienso leer, es como si traicionara a Bolaño...

El que esto escribe, al conocer la noticia de la publicación de El Tercer Reich, se puso contentísimo. Sí, leería (leeré) todo lo que se publique de Bolaño, incluso la lista de la compra. Es Bolaño, y punto. Y si es Bolaño, tiene que ser bueno. No tan bueno como 2666 o Los detectives salvajes, o Nocturno de Chile...

No obstante, a pesar de mi subjetividad declarada, sí que esperaba encontrar una novela de poca calidad. Una obra menor, digamos, que tendría valor por ser obra de Bolaño pero no más allá de eso.

Así que la sorpresa ha sido considerable, pues lo que he encontrado en El Tercer Reich ha sido a un Bolaño menor si se le compara al Bolaño de 2666 (todo esto que estoy diciendo es un tópico pero es la realidad), pero en absoluto un Bolaño malo.

El Tercer Reich es una novela de muy buena calidad, que dejando aparte que sea obra de Bolaño, merecería publicarse (y leerse) aunque la hubiera escrito alguien no apellidado Bolaño. No es la novela de un principiante, de un aprendiz, no, como he leído en algunas entradas de la red. Es la novela de alguien que ya es escritor. Que sabe lo que hace, que dejó atrás los titubeos del novato.

En una entrevista que leí a Juan Villoro, el autor mexicano decía que lo que más le atraía de Onetti eran sus atmósferas. Algo parecido puedo decir de El Tercer Reich: que lo que más me ha gustado ha sido su atmósfera de angustia, de tedio, de no futuro, que sin ser explicitada (la atmósfera, la sensación) está presente en toda la novela.

El Tercer Reich gustará a los fans de Bolaño, y no defraudará a los que gusten de la obra del autor de Los detectives salvajes sin ser fanáticos de su obra (y de su vida...).

Nota: según se cuenta, aún quedan otras dos novelas inéditas: Los sinsabores del verdadero policía y Diorama.

jueves, 4 de febrero de 2010