lunes, 28 de diciembre de 2009

"Nieve"; un cuento

...el anciano llega hasta donde se encuentra Santi. Con una mano, lo agarra del cuello del abrigo, mientras con la otra, blande amenazante el paraguas. Santi está asustado, no sabe qué pasa. Está a punto de llorar, mira a sus compañeros de clase en busca de ayuda...

Jon había pasado toda la mañana en el patio del colegio, jugando con sus compañeros de clase, Santi entre ellos, a lanzarse unos a otros bolas de nieve. Que nevara en la pequeña ciudad costera donde vivían no era algo habitual, y a las nueve, cuando los profesores entraron en las aulas y vieron que apenas habían acudido un puñado de alumnos, decidieron suspender las clases y que los chavales regresaran a sus casas, si así lo preferían, o que se quedaran en el colegio, adelantando los deberes o jugando en los ordenadores de la biblioteca. Podían también, dijeron, salir al patio y jugar con la nieve, pero con la condición de que no se tiraran bolas a la cara, ni metieran piedras dentro de éstas.

"Meter piedras en las bolas, qué buena idea", pensó Jon, mirando a don Matías, el profesor de Matemáticas, un hombre de unos cuarenta y cinco años que había nacido y pasado su niñez en un pueblo de Huesca, en los Pirineos. "A quién se le habría ocurrido", siguió pensando Jon, dejando que asomara una pícara sonrisa en su rostro. Don Matías, ya empezaba a arrepentirse de sus palabras.

Algunos alumnos, pocos, los que no tenían ordenador ni videoconsola en sus casas, fueron a la biblioteca y se sentaron, solos o en parejas, frente a las pantallas. Otros, la mayoría, sin pensárselo, bajaron las escaleras rápidamente y salieron al patio cubierto de nieve.

Durante la primera hora estuvieron lanzándose bolas unos a otros. Luego, cuando empezaron a cansarse, a Maite se le ocurrió que entre todos hicieran un muñeco de nieve. Maider fue al comedor y le pidió a Dolores, la cocinera, una zanahoria; Gorka trajo del cuarto de la limpieza una escoba y dos tapones de detergente, que servirían para los ojos del muñeco; Maite, prestaría su bufanda. Pero aún no habían terminado de hacer el muñeco cuando algunos chicos empezaron a cansarse de este juego; dejaron a las chicas con los tapones, la escoba, la zanahoria y la bufanda, y volvieron a la guerra de bolas.

Hicieron dos equipos, los de primero y segundo de ESO por un lado, y los de tercero y cuarto, por el otro.

Jon estaba en el segundo equipo. Tenía diecisiete años y, a pesar de que no era el mayor de su clase -había dos chicos repetidores, Mikel y Alberto, de dieciocho años-, era el más alto y, sobre todo, el más fuerte.

Su padre era un culturista aficionado que regentaba un gimnasio, y cuando Jon cumplió los doce años empezó a llevar a su hijo todas las tardes a la sala de musculación y a enseñarle a realizar los ejercicios para aumentar la fuerza y el tamaño de los músculos.

Jon se agachaba y cogía dos montones de nieve entre las manos, los amasaba hasta lograr un cuerpo compacto, esférico, y cuando uno de los chicos del equipo contrario se le ponía a tiro, apretaba los dientes, adelantaba un pie, echaba el brazo hacia atrás y, soltando un pequeño gruñido, lanzaba la bola, que volaba veloz, lejos, hasta chocar con la cabeza de algún niño despistado. El niño, aturdido, empezaba a frotarse la oreja cuando, sin tener tiempo a mirar quién le había lanzado el proyectil, recibía otro impacto en la misma oreja, y otro más, ahora en la otra, y otro, en el pecho. Finalmente, salía corriendo, gritando a sus compañeros "¡Retirada!".

Se declaró una tregua. Gorka, de segundo, el que había traído los tapones de detergente y la escoba del cuarto de la limpieza, se quitó el gorro y, a pesar de que era rojo, lo agitó en el aire.

-¿Os rendís? -gritó Iñigo.

-No, queremos hablar, ¡tiempo muerto!

-Está bien -gruñó Mikel.

Iñigo, Mikel y Jon, avanzaron hasta el centro del patio, donde se reunieron con Gorka y dos de sus soldados.

-¿Qué queréis? -preguntó Mikel.

-A Jon -dijo Gorka -, queremos que Jon sea de nuestro equipo. Nosotros somos menos y encima vosotros tenéis a Jon, que es el más fuerte, así no se puede jugar, los equipos no están nivelados...

-Sí, anda, a Jon..., mira qué son listos -dijo Iñigo, mirando a Mikel.

-Os damos a Santi -dijo Mikel.

-¡Ni hablar! Si ese ni siquiera sabe hacer una bola, cómo para tirarla...

-A Santi o nada.

Estuvieron cerca de diez minutos discutiendo sin llegar a un acuerdo. Finalmente, ante la negativa de ceder a Jon por parte de unos, y la de coger a Santi por la de otros, decidieron dar por terminado el juego, la guerra.

Jon, Mikel, Alberto e Iñigo se dirigieron a la parte de atrás del colegio, al lado del gimnasio. Entraron en el vestuario de chicos. Mikel dio un puntapié a un balón de voleyball que se había salido de la cesta donde se guardaban los balones: los de voleyball, blancos; los de fútbol, blancos y azules; y los de baloncesto, naranjas. Había también otros de color rojo, con un número y las letras “KG” estampadas en la superficie de plástico, balones que utilizaban en las clases de gimnasia para realizar ejercicios de resistencia. Jon cogió el balón que había chutado Mikel y lo llevó a la cesta, lo metió dentro y cogió uno de los balones rojos, uno que tenía un 3 dibujado en color blanco, en grande, encima de las letras “KG”, que estaban escritas en menor tamaño y casi borradas por el uso; con una mano, comenzó a hacer flexiones de brazos, levantando el balón hasta el hombro; luego cambió el balón de mano y siguió con el ejercicio, flexionando y apretando el bíceps.

Alberto e Iñigo se habían sentado en uno de los bancos de madera, junto a las taquillas, que estaban cerradas. Alberto había sacado un cigarrillo, un mechero y un envoltorio de plástico transparente con una bolita marrón dentro. Iñigo miraba a su amigo, sosteniendo entre los dedos índice y pulgar un papel de arroz.

-Qué, Jon, ¿te animas? -dijo Alberto.

Jon esbozó una sonrisa, forzada. No dijo nada.

-Claro, cómo es deportista -exclamó Mikel.

-Es que se tiene que cuidar, que si fuma se le encogen los músculos...

-Mucho músculo pero poca picha, ja, ja...

-Tienes que divertirte, Jon. Fumar como nosotros, y emborracharte, tío.

-Eso es una mierda -dijo Jon.

Cuando regresaron al patio ¾Alberto, Iñigo y Mikel dándose empujones entre sí, bromeando, riendo, con los ojos entrecerrados; Jon caminando delante, malhumorado, palpándose los bíceps y apretando los dientes ¾ encontraron a sus compañeros enfrascados en otra batalla de bolas.

-Míralos, son unos críos -dijo Mikel.

-Déjales.

-Eh, ¿por qué no nos escondemos detrás de la verja y tiramos bolas a la gente que pasa por la calle? -sugirió Iñigo.

-Eres igual que ellos, que Gorka y los demás, vete con ellos.

-No -dijo Alberto -, está bien. Vamos.

-Sí -se animó Jon -, vamos.

Empezaron a preparar bolas y a lanzárselas a todo el que pasaba por las cercanías del colegio. Veían a una señora, una ama de casa probablemente, con el bolso y la cesta de la compra colgados de los hombros, andando despacio con cuidado de no resbalar y caerse, y entonces, Jon, Mikel, Alberto e Iñigo cogían dos montones de nieve cada uno, hacían una bola, apuntaban a la mujer, lanzaban la bola y esperaban a ver si la alcanzaban. Inmediatamente se agachaban, escondiéndose entre los barrotes de la verja. Se miraban unos a otros y se reían, exclamaban "Qué buena", "Qué leche le he dado", "Vaya hostia"...

-Jon no ha dado ni una -exclamó Iñigo, mientras estaban agachados, esperando a que el hombre al que acababan de lanzar cuatro bolas se diera la vuelta y siguiera con su camino.

-Está con el punto de mira torcido.

-Igual tiene otra cosa torcida, ja, ja.

-Eso le pasa por no fumar, que el chocolate es bueno para la puntería, tío.

-Tanto músculo para nada...

-Iros a la mierda -dijo Jon -. Ahora vais a ver.

Jon anduvo dos o tres pasos, quitando la nieve con los pies. Cogió una piedra e hizo una bola con dos montones, metió la piedra dentro, la amasó con cuidado, la apretó, la acarició.

-No tienes huevos...

-Ahora vais a ver... -repitió.

En ese momento un anciano cruzaba la carretera, llevaba una txapela, un pantalón de pana y el abrigo marrón subido hasta el cuello. Caminaba muy despacio, mirando al suelo; un coche tocó la bocina y el anciano, creyendo que era a él a quien le pitaban, alzó el paraguas e hizo un gesto de desdén con él.

Jon adelantó el pie izquierdo, echó el cuerpo hacia atrás y lanzó la bola con la piedra con todas sus fuerzas.

La bola dio de lleno en el anciano, pero afortunadamente los amigos de Jon estaban en lo cierto: no tenía muy buena puntería y, en lugar de darle en la cabeza, donde había apuntado, la bola impactó en la espalda.

El anciano se revolvió, durante unos segundos no supo qué le había sucedido, había sentido un dolor agudo, un pinchazo, a la altura de los riñones. Se llevó la mano a la espalda y vio que se le llenaba de agua; se dio la vuelta y miró hacia al colegio, vio a un montón de niños y chavales jugando a lanzarse bolas de nieve. Había uno, un chico de unos quince años, larguirucho y con gafas, que le estaba mirando. Lanzó una maldición y empezó a caminar hacia la puerta de entrada del colegio.

-¡Eh, tú! -iba gritando.

Santi está quieto, mirando cómo se le acerca el anciano...

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