jueves, 18 de febrero de 2010

"Alberto Atroz"; un cuento

Hubo un tiempo en que Alberto Atroz no sólo no era un esperpento inmóvil, sino que llegó a ser un prometedor estudiante con un futuro envidiable, una vida social más o menos buena, e incluso, un físico atractivo. Sí, Alberto Atroz fue, hace mucho tiempo, guapo. Casi deslumbrante. Tuvo muchas novias, hace mucho tiempo. Se acordaba de todas ellas y veía a alguna de vez en cuando por la calle, aunque ellas no le reconocían a él: eso sería imposible, tanto había cambiado con el paso del tiempo.

No hace mucho se cruzó con Carolina, la que fue la primera, allá por los tiernos catorce años.

Una tarde de domingo la llevó al cine. Habían quedado en la estación del topo, en el barrio de Amara Viejo. Fue a recogerla. Se dieron dos besos en las mejillas, a pesar de que ya el primer día que se conocieron se habían comido los morros. Carolina era rubia, culona, y con los ojos verdes. Bueno, verdes o marrones, qué más da. Vivía en Rentería o en Irún, o en Tolosa. O tal vez fuera en Lasarte; Atroz no lo recordaba, probablemente tampoco lo supo nunca. La conoció en una discoteca que estaba en la zona deportiva de Anoeta, cerca del velódromo, donde años después se construiría el estadio de Anoeta, donde juega la Real Sociedad sus partidos. La discoteca abría los sábados por la tarde, de seis a diez, y no vendían bebidas alcohólicas, sólo refrescos y batidos, lo que no impedía que las pandillas de chavales de 14, 15 y 16 años, se juntaran en los alrededores a beber todo el alcohol que habían comprado en las tiendas cercanas sin ninguna dificultad. Entonces no se le llamaba botellón, le decían hacer litros, aunque los vecinos se quejaran igual, lo mismo entonces que ahora.

El pinchadiscos de KU-3, que así se llamaba la discoteca, ponía música de la conocida como bailable o marchosa de seis a nueve. Entonces, a las nueve, llegaban las lentas. Las chicas se quedaban en grupos alrededor de la pista, esperando, mientras los chicos iniciaban el ritual de primero, encontrar la presa; segundo, dirigirse a ella, y tercero, cortejarla. Esto venía a ser más o menos así:

-¿Bailas? (Ni hola ni hostias, para qué).

Respuesta afirmativa:

El chico y la chica entran en la pista, ella le pone las manos en los hombros y él en la cintura, o en la espalda. Mueven los pies, pasitos cortos, tan cortos que parece que no se mueven. La primera barrera se ha pasado, ahora llega la segunda. Hay que hablar, es decir, hay que hacer preguntas (siempre le toca al chico):

-¿Cómo te llamas?

-Carolina.

-¿De dónde eres?

-De no sé dónde.

-¿A qué cole vas?

-Al tuyo no.

-¿Vienes mucho por aquí?

-A veces.

-¿Quieres enrollarte conmigo?

-No sé, igual.

-¿Y si te doy un beso?

-Prueba.

En el caso, bastante frecuente, de que la chica responda negativamente, el chico hace lo siguiente:

1-Fingir que le da igual.

2-Darse la vuelta (mientras la está llamando de todo, de puta para arriba aunque, precisa y tristemente para él, de puta tenga poco.

3-Buscar otra pieza.

4-Preguntar: ¿bailas?

5.-Hacer lo descrito anteriormente en el caso de respuesta afirmativa, o, en caso de respuesta negativa: repetir los 4 pasos anteriores.

LAS VECES QUE HAGA FALTA.

La llevó al cine, como decía, a la primera sesión de la tarde de E.T. El extraterrestre, la película de la que entonces, finales de 1982, todo el mundo hablaba. Se sentaron al final de la sala, y en cuanto las luces se apagaron empezaron a besarse. Veían la peli, pero de vez en cuando volvían a comerse los mocos. Carolina se dejaba hacer, Atroz le puso la mano en los hombros, después la fue bajando hacia la cintura, hasta llegar al culo, donde la dejó. Entonces quiso tocarle las tetas, y se las tocó. Carolina se dejaba hacer de todo, o eso creía Alberto, hasta que intentó meterle la mano por debajo del pantalón, por delante, pero ahora Carolina cerró las piernas con tal fuerza que de haber conseguido introducir la mano Atroz se habría quedado sin ella. No obstante, Alberto no se desanimó y volvió a probar.

-Déjame –imploró en un susurro.

-No –dijo ella, agarrándole la mano y dirigiéndola a sus pechos.

-Déjame...

-Que no.

-Por favor, Carolina.

-Que no te digo, no seas pesado.

A Atroz no le quedó más remedio que darse por vencido, al menos por el momento, se dijo. Siguió tocando la teta izquierda de Carolina con su mano derecha mientras continuó viendo la película. Se había perdido varias escenas y no tenía idea de qué es lo que estaba pasando en esos momentos en la pantalla. El extraterrestre, E.T., estaba blandiendo su dedo índice, señalando hacia el cielo. Alberto no pudo dejar de excitarse ante semejante imagen. Ya no podía más, volvió a la carga.

-Que te estés quieto, te digo.

Pero Alberto hizo como que no había oído la orden de Carolina. Logró ahora introducir la punta del dedo corazón por debajo de los botones del vaquero. Percibió la suavidad de las bragas y, también, la aspereza del vello. Sintió que estaba tocando el cielo. Un largo ohhhhh se estaba abriendo paso en su mente. El coño, el rico coño, aquí está, se decía.

Entonces Carolina le agarró de la muñeca y con una fuerza inesperada le sacó la mano de dentro del pantalón. Adiós al coño.

-Te voy a dar una torta al final.

Se tendría que conformar con tocarle las tetas. Por encima del jersey. En cualquier otro momento Alberto se hubiera sentido más que satisfecho con semejante concesión, pero hoy estaba sumamente alterado, cachondo como cuando, a los doce años, vio la primera fotografía de una mujer desnuda en una revista que un compañero de clase había robado de uno de los quioscos de la avenida de la Libertad.

-Voy un momento al baño –le dijo a Carolina.

-Vale.

Tanto le costó llegar que cuando hubo terminado de mear sobre los bordes de la tapa que no había levantado, se dijo que no sería capaz de volver a encontrar los asientos donde él y Carolina se habían acomodado, así que encogiéndose de hombros optó por salir a la calle. Una vez fuera del cine no le apeteció sentarse en un banco a esperar a que terminara la película y saliera Carolina, hacía un frío terrible. Se volvió a encoger de hombros y empezó a andar, dirigiéndose a su casa.

Y entonces, casi treinta años después, la volvió a ver.

4 comentarios:

  1. ¿Y qué hicieron cuando volvieron a verse treinta años después, continuaron justo donde lo habían dejado?

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  2. No, no se volvieron a ver. Alberto la volvió a ver, pero ella a él no. No lo reconoció.

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  3. Vaya tío más capullo, el atroz ese.

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