miércoles, 31 de marzo de 2010

martes, 30 de marzo de 2010

"Correr con los libros"



Me vendría bien hacer deporte. Volver a hacer ejercicio. Philip Roth va a nadar, Magnus Mills dijo que cuando pudo dejar de conducir autobuses tras el éxito de su novela “El encierro de las bestias”, por las mañanas, en vez de ir a trabajar, iba a la piscina. Jordi Bonells corre maratones. John Irving levanta pesas y de joven fue campeón de lucha libre. Yukio Mishima tenía unos pectorales increíbles. A Martin Amis le gusta el tenis. Robert Walser daba unos paseos larguísimos. A Paul Auster también le gusta mucho pasear, aunque él lo hace por las calles de Nueva York, en lugar de por las montañas suizas. Haruki Murakami, como Bonells, corre. Tusquets va a publicar un libro cuyo título es un guiño a Raymond Carver: “De qué hablo cuando hablo de correr”. ¿Si me leo el libro me entrarán ganas de correr, y lo haré, y estaré en forma y me sentiré mejor? ¿Más equilibrado? ¿”De qué hablo cuando no sé de qué hablar”?

Ahora, ya con numerosos libros publicados con gran éxito en todo el mundo, y después de participar en muchas carreras de larga distancia, Murakami reflexiona sobre la influencia que este deporte ha ejercido en su vida y en su obra. Este libro es tal vez el más personal de los suyos, donde manifiesta más ampliamente sus opiniones sobre la literatura y sus propias obras.

Fuente: Casa del Libro.

jueves, 25 de marzo de 2010

"Historia robada a Z.", primera parte; un cuento


Voy a decir que esta historia es inventada para que así el único que pueda acusarme de ladrón sea su protagonista. Los demás tenéis que creer que es un cuento. No te enfades, tío. Pero si vas a contar algo de mí, cámbiame de nombre, por favor.

A ti te llamaré Z.

Z. es estudiante y vive en Bilbao, compartiendo piso con otros estudiantes. Una noche, como muchas otras, se va de juerga. Al final de la parranda, ya cansado, decide irse a desayunar a un bar antes de volver al piso y meterse en la cama. A ese bar, a esas mismas horas, suelen acudir unas prostitutas que, también cansadas, antes de regresar a sus camas (esta vez para dormir), toman un desayuno después de una larga noche de trabajo y asco.

Continuará...

“La broma infinita”; David Foster Wallace (1)

Frederick Tubb estaba en la bañera, sosteniendo con cuidado el libro por encima del agua con ambas manos. Un ejemplar en préstamo de la biblioteca, estaba enfundado en plástico y por tanto mejor protegido de sus dedos mojados de lo que habían estado otros libros en situación similar, pero era un volumen pesado y había pensado en dejarlo caer en la bañera, donde no sólo se empaparía y se echaría a perder, sino que se toparía rápidamente con la flotante mole blanca de su torso. Era una novela: “La broma infinita”, de David Foster Wallace. Llevaba leídas unas cien páginas y aún no sabía qué pensar. Habían cosas que lo hacían reír, pero por lo visto no conseguía seguirle el hilo a la premisa principal o a la trama (¿había acaso una premisa o una trama?).

(...)

...había oído hablar mucho de esa novela, primero a los colegas de Oswego, a los que no tenía particular respeto, pero luego a gente en la red, y en particular a esa tertulia sobre libros a la que más o menos se había sumado. Ya no estaban leyendo “La broma infinita”; la habían leído el otoño anterior, mientras él perdía el tiempo con la microeconomía junto a otros doscientos primos de primer curso, o trataba de permanecer despierto en la clase de redacción del profesor Holden llena de imbéciles que parloteaban. Pero unos cuantos miembros del debate en internet no dejaban de referirse a él, como si fuera la Biblia o algo así. Una definición del “Zeitgeist”, había escrito una persona, una participante particularmente vivaz por la que Bootie sentía un flechazo virtual.


Los hijos del emperador; Claire Messud.

martes, 23 de marzo de 2010

lunes, 22 de marzo de 2010

viernes, 19 de marzo de 2010

"ESCRIBIR MUCHO"



Hace unas semanas, en una entrada, comenté como de pasada la idea de escribir un cuento cuyo protagonista sería un aspirante a escritor que quiere encontrar a un maestro, a alguien que le enseñe a escribir, pero sobre todo, que le anime a hacerlo.

Ayer, esta noche, recordé lo que dijo Benjamín Prado en un taller de poesía al que asistí en mayo de 2006, en el salón de actos de la Biblioteca Central, en la Parte Vieja de Donosti. Benjamín contó que, siendo un chavalín, conoció a Rafael Alberti y se hizo amigo de él. Alberti tendría ya sus buenos setenta años. Al oír la historia no pude dejar de sentir una envidia tremenda: ojalá me pasara a mí algo así.

Pero Benjamín Prado dijo algo muy importante y fue lo que recordé anoche:

-Rafael no me enseñó a escribir.

No hay excusas para no escribir, si uno es lo que desea hacer. No importa que uno no tenga a alguien que le diga que lo está haciendo bien o mal. A la hora de sentarse frente a la pantalla, o la hoja de cuaderno, uno está solo.

Y eso es igual para quien tiene un “maestro” como para quien no lo tiene.

Muchas veces se deja de escribir porque se ve que se está haciendo mal. Si lo que escribo es malo, puede decirse uno, será porque todavía no estoy preparado. Es mejor que intente escribir cuando lo esté. Hacer esto es lo más fácil, decirse que, bueno, que ya lo intentaré otra vez, más adelante. Pero si, mientras tanto, uno no hace nada, lo más seguro es que más adelante uno tampoco esté preparado. Hay que seguir escribiendo. Digo yo que siempre será mejor escribir mucho, aunque mal, que poco y mal. Lo de “puestos a hacer algo, hay que hacerlo bien y si no, no hacerlo”, a mí no me vale. Me siento peor si no escribo que si escribo, a pesar de que lo haga mal.

Estas son, al menos, las cosas que me digo para animarme.