Frederick Tubb estaba en la bañera, sosteniendo con cuidado el libro por encima del agua con ambas manos. Un ejemplar en préstamo de la biblioteca, estaba enfundado en plástico y por tanto mejor protegido de sus dedos mojados de lo que habían estado otros libros en situación similar, pero era un volumen pesado y había pensado en dejarlo caer en la bañera, donde no sólo se empaparía y se echaría a perder, sino que se toparía rápidamente con la flotante mole blanca de su torso. Era una novela: “La broma infinita”, de David Foster Wallace. Llevaba leídas unas cien páginas y aún no sabía qué pensar. Habían cosas que lo hacían reír, pero por lo visto no conseguía seguirle el hilo a la premisa principal o a la trama (¿había acaso una premisa o una trama?).
(...)
...había oído hablar mucho de esa novela, primero a los colegas de Oswego, a los que no tenía particular respeto, pero luego a gente en la red, y en particular a esa tertulia sobre libros a la que más o menos se había sumado. Ya no estaban leyendo “La broma infinita”; la habían leído el otoño anterior, mientras él perdía el tiempo con la microeconomía junto a otros doscientos primos de primer curso, o trataba de permanecer despierto en la clase de redacción del profesor Holden llena de imbéciles que parloteaban. Pero unos cuantos miembros del debate en internet no dejaban de referirse a él, como si fuera la Biblia o algo así. Una definición del “Zeitgeist”, había escrito una persona, una participante particularmente vivaz por la que Bootie sentía un flechazo virtual.
Los hijos del emperador; Claire Messud.
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